domingo, 21 de octubre de 2007

La Tía Hilda


Cuando tenia alrededor de 10 años de edad, me gustaba ir de visita a la casa de mi Tía Hilda, porque tenía una enciclopedia temática de las grandes obras modernas que la humanidad había realizado; en especial me gustaban los tomos del portaviones y del Golden Gate en San Francisco.
La enciclopedia estaba guardada en la recamara de su hijo mayor, que por aquellos tiempos había emigrado a los Estados Unidos, así que la habitación siempre estaba sola, muy limpia, con la cama bien tendida de sus sabanas.
La habitación tenía un tocador blanco, con un gran espejo. Guardaba aun algunos accesorios personales del lejano propietario, una ventana sin cortina daba la vista al traspatio, el cual por cierto nunca visitaba. Pero sabía que Vivian allá atrás unos calandrios enjaulados, cuya crianza fue siempre uno de los dos hobbies favoritos de la abuela.
La puerta tenía la singularidad de que no debía cerrarse con seguro nunca, pues la llave estaba extraviada e inclusive se especulaba que por error el primo se la había llevado en la maleta; el caso es que en prevención de que no se cerrase le habían puesto a nivel del piso un gran caracol blanco con negro a manera de tranca.
Pero yo entrando me remitía a tomar uno de estos libros, lo abría sobre la cama y me ponía de rodillas a hojearlo y leerlo. Así me pasaba dos o tres horas, cada vez que podía.
Cada foto, que generalmente que eran a doble hoja me parecía tan impactante que han quedado en mi memoria. En la parte inferior venia la explicación de aquello que ilustraban, resaltando el gran logro de la ingeniería.
Aquella casa tenia tres recamas, un pasillo conducía al punto donde te topabas con las tres puertas, mas una del baño. En este rincón estaba el mayor orgullo de mi tía, que consistía en haber mandado instalar un altar a la Virgen De Guadalupe en la única pared que no tenía puerta.
No recuerdo si esa virgen era de piedra o de otro material, solo recuerdo que era de colores muy vivos, sobre todo el rojo de su vestido.
Decía mi tía, que la había puesto allí, para que todos al entrar a dormir a su respectiva recamara se acordaran de la Virgen.
Yo me quedaba viendo la imagen, cuanta vez pasaba frente a ella, sin duda en busca de la enciclopedia, me la quedaba viendo porque algo de misterio me atraía a ella, pero no era uno de esos misterios de miedo, sino de inquietud, o sea mas bien me preguntaba que había en aquella imagen que le interesaba tanto a la tía que sus hijos la tuvieran tan presente.
Fuera de estas incursiones en pos de la enciclopedia, me gustaba remitirme a permanecer inmóvil en un sillón de la sala. Mi abuela, que vivía en esa misma casa siempre platicaba con mi madre y mi tía en la cocina, así que solo escuchaba sus voces y de vez en cuando interrumpían sus charlas para ofrecerme algo o para sugerirme que prendiera la televisión; a lo cual, la mayoría de las veces respondía con un “no, gracias”, a lo cual la abuela le parecía de sumo educado. Sin embargo, yo mas me negaba porque en aquella televisión no se podía sintonizar el canal de las caricaturas, que era el que me interesaba, así que para ahorrarme frustraciones y explicaciones solo me remitía al “no, gracias”.
Pero pasado un rato de mi arribo, ya que me sentía con más confianza, me metía en busca de la enciclopedia, topándome irremediablemente con la Virgen.

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