viernes, 27 de marzo de 2009

Critica a la crítica.

Criticar es la actividad más sencilla entre los humanos, por el simple hecho de que somos seres imperfectos. Cualquier acción emprendida por nosotros lleva en si mismo la semilla de la imperfección, encontrarla es cuestión elemental.
Como el cuento aquel del papa que lleva al niño sobre el burro; la gente dice al verlos pasar, mira que niño tan abusivo, deja al pobre papa caminar. Intercambian posiciones, pero ahora las críticas son contra el padre desnaturalizado que deja caminar al hijo. Deciden pues caminar ambos, pero la gente los tacha de tontos al no aprovechar al burro para que los lleve cargando.
Claro esta que no toda critica es correcta, la mas de las veces, esta sesgada por factores que van mas allá del sano juicio, por ejemplo la envidia. La envidia nos hace juzgar inclusive inconscientemente en contra de lo envidiado, contamina nuestra visión. También el rencor, el odio y toda esa familia de sentimientos enturbian nuestra perspectiva hacia los demás.
Pero no solo brotan de nosotros los factores que nos hacen equivocar el juicio, también desde fuera nos bombardean cosas que nos hacen errar contra los demás, por ejemplo, la educación misma, una persona inculta no puede juzgar certeramente lo que afirma una persona que tiene conocimientos mayores. Sin embargo este desconocimiento no suele ser impedimento para bombardear con críticas aquello que ni siquiera entendemos.
En contra parte, la critica es necesaria, solo así nos podemos corregir muchas veces. Siempre necesitamos una voz pertinente que nos ayude a volver al camino correcto, así que desdeñar las críticas por ser solo críticas puede ser un error. El problema radica en discernir que critica es correcta y tener la humildad de asumirla, ¡casi nada!
Alcides

jueves, 26 de marzo de 2009

Oficialmente anciano


En este mes de diciembre completo los 70 años. Para los parámetros brasileños, paso a ser oficialmente anciano. Eso no significa que estoy próximo a la muerte, porque ésta puede ocurrir ya en el primer momento de la vida. Pero es otra etapa de la vida, la postrera. Tiene una dimensión biológica, pues, inevitablemente, el capital vital se agota, nos debilitamos, perdemos el vigor de los sentidos, y nos despedimos lentamente de todo. De hecho, resultamos también más olvidados, quién sabe, impacientes y sensibles a los gestos de bondad, que nos llevan fácilmente a las lágrimas.
Pero hay otro aspecto, más interesante. La vejez es la última etapa del crecimiento humano. Nacemos enteros, pero nunca estamos terminados. Tenemos que completar nuestro nacimiento al construir la existencia, al abrir caminos, al superar dificultades y al moldear nuestro destino. Estamos siempre en génesis. Comenzamos a nacer, vamos naciendo en prestaciones a lo largo de la vida hasta acabar de nacer. Entonces entramos en el silencio. Y morimos.
La vejez es la última oportunidad que la vida nos ofrece para acabar de nacer, para madurar y para, finalmente, terminar de nacer. En este contexto es iluminadora la palabra de san Pablo: «en la medida en que desaparece el hombre exterior, en esa misma medida rejuvenece el hombre interior» (2Cor 4,16). La vejez es una exigencia de la persona interior. ¿Qué es la persona interior? Es nuestro yo profundo, nuestro modo singular de ser y de actuar, nuestra marca registrada, nuestra identidad más radical. Esta identidad debemos encararla cara a cara.
Es personalísima, y se esconde detrás de muchas máscaras que la vida nos impone. Pues la vida es un teatro en el cual desempeñamos muchos papeles. Yo, por ejemplo, fui franciscano, sacerdote, ahora laico, teólogo, filósofo, profesor, conferencista, escritor, editor, redactor de algunas revistas, investigado por las autoridades doctrinales del Vaticano, sometido a un «silencio obsequioso»... y algunos otros papeles más. Pero hay un momento en que todo eso se relativiza y pasa a ser pura paja. Entonces dejamos el palco, nos quitamos las máscaras y nos preguntamos: en definitiva, ¿quién soy yo? ¿Qué sueños me mueven? ¿Qué ángeles me habitan? ¿Qué demonios me atormentan? ¿Cuál es mi lugar en el designio del Misterio? En la medida en que intentamos, con temor y temblor, responder a estas indagaciones, viene a la luz la persona interior. La respuesta nunca es conclusiva; se pierde hacia dentro del Inefable...
Éste es el desafío para la etapa de la vejez. Entonces nos damos cuenta de que necesitaríamos muchos años de vejez para encontrar la palabra esencial que nos defina. Sorprendidos, descubrimos que no vivimos porque simplemente no morimos, pero vivimos para pensar, meditar, rasgar nuevos horizontes y crear sentidos de vida. Especialmente para intentar hacer una síntesis final, integrando las sombras, realimentando los sueños que nos sostuvieron por toda una vida, reconciliándonos con los fracasos y buscando sabiduría. Es ilusión pensar que ésta viene con la vejez... Viene del espíritu con el que vivenciamos la vejez como etapa final del crecimiento y de nuestra verdadera Navidad.
Por fin, importa preparar el gran Encuentro. La vida no está estructurada para terminar en la muerte, sino para transformarse a través de la muerte. Morimos para vivir más y mejor, para sumergirnos en la eternidad y encontrar la Última Realidad, hecha de amor y de misericordia. Ahí sabremos finalmente, quién somos y cuál es nuestro verdadero nombre.
Alimento el mismo sentimiento que el sabio del Antiguo Testamento: «Contemplo los días pasados y tengo los ojos vueltos hacia la eternidad».
Finalmente, alimento dos sueños, sueños de un joven anciano: el primero es escribir un libro sólo para Dios, si es posible con la propia sangre; y el segundo, imposible, pero bien expresado por Herzer, niña de la calle y poeta: «yo sólo quería nacer de nuevo, para enseñarme a vivir». Pero como eso es irrealizable, sólo me queda aprender en la escuela de Dios. Parafraseando a Camões, completo: «más viviera si no fuera, para tan gran ideal, tan corta la vida».


Leonardo Boff