
Cuando solemos hablar del dolor en Cristo,
nos remitimos invariablemente a su pasión
en la cruz,
sin embargo en su corazón humano
no fue aquella la única ocasión
en que sintió ser traspasado por clavos.
Un día de la niñez probó la orfandad
de su padre terrenal.
Quizás esa tarde llego de la escuela y,
observo a su madre triste sentada
en una silla,
cosa extraña, pues el había experimentado
desde el vientre como aquella mujer,
se deshacía en labores.
Simplemente recordemos como corrió
a la casa de su prima Isabel.
Mami, ¿Qué tienes?, fue inevitable preguntar.
Maria enjuagándose una lágrima dijo:
tu papi ha ido donde tu Padre.
El niño en ese momento se sentó
junto a la madre,
reclino la cabeza, puso la barbilla entre
sus palmas y dijo con aquella voz del cielo
que suelen tener todos los niños:
Padre del cielo, que dolor tan grande
saber que no veremos más a Papi José;
me haz enviado para ser del mundo
el pleno consuelo, por ello
era necesario que experimentara,
esta hora de soledad.
Que pronto llegue a nuestras almas,
la certeza de que esto es solo un transe,
y que alcanzaremos el día en que departamos
junto a el y Tu el eterno amor.
Siguió un silencio largo
de aquellas dos almas en esa habitación.
No necesitaban muchas palabras para comunicarse;
al final vino un abrazo tierno
entre hijo y madre.
Después fueron a hacer todo lo concerniente
A los familiares del difunto.
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